Detrás de papeletas sin sentimiento
escribo los aromas de una piel fugitiva
que se enciende con saliva y perece en los últimos acordes de una despedida
Fue en la casa de la noche
sobre una piedra de sacrificios
donde el marinero deshechizó las cosas
y el encantamiento de las voces arrulló a las cigarras
Delante del tiempo no hay nada, ni detrás de el
fue el instante plagado de verde y arena
donde el eco se hundió como carcajada
Déjame acariciarte con miel de ámbar
déjame decirte dónde está el punto de mis besos verdaderos
Ahí donde no hay alba y los danzantes se dejan caer de espaldas
bebiendo el vuelo infinito de los fantasmas.
“Martes 13 de octubre, República de Argentina, visitante 1300524 de la web y al entrar su voz como bienvenida, fuerte y con nostalgia nos dice que no le teme a la muerte ritual, solo morir, verse borrar, una historia, una historia y Mercedes sigue cantando, venciendo el olvido, hoy como ayer, siempre llegando, volviendo con su voz.”
Aun embriagados de colores, sedientos de imágenes, que se rehusaban a tener voz, emprendimos silenciosos el viaje de regreso, en segundos la noche cayó y una luna diferente al cuarto menguante, alumbraba la vereda de regreso; la Mermejita se quedaba con el sonido de sus olas murmurantes, cada vez más lejos, cada vez más callada.
Para llegar a la Mermejita, había que recorrer un camino irregular de veredas estrechas y anchas, subir un monte y toparse a la mitad con un cementerio de pequeñas dimensiones, colorido y siempre vivo por la vegetación que le rodea, parece el corazón que alimenta a la pequeña selva. Sin embargo, de noche todo tiene otro color, otra figura y dimensión.
Pronto llegaríamos al cruce del cementerio, razón por la cual el silencio se hizo pesado. A lo lejos se veían las primeras tumbas, en cuestión de segundos, pasos más, pasos menos, estaríamos envueltos en la densidad de epitafios en medio de una soledad calcinante. Por mi mente transitaban historias fantásticas, sabía que entre tanta magia, la misma que alimentaba los aullidos de perros invisibles, crispaban mis sentidos, intentaba alejar, toda cantidad de adrenalina proveniente del palpitar continuo y de la imaginación exacerbada.
Había decidido cerrar los ojos al pasar, pero el camino dificultaba mi decisión, levanté la mirada y ante mi se presentaba una noche de sombras de noventa grados, la luz de la luna entre las ramas, fugaba una claridad tibia, los colores de azulejos brillantes y lápidas rosas daban una vista hermosa, no había nada que temer, sobre todo cuando el corazón de aquella selva regalaba al paso el aroma del huele de noche, tan fresco y dulce que el miedo se fue disolviendo en el barro mojado, los yacientes, permanecían en su gentil paralelismo.
Como regalo venido de un mundo de muertos, en el aire comenzaron a titilar pequeñas luces amarillas, eran miles de luciérnagas sabiéndose reinas del lugar, que nos acompañaron hasta donde las mujeres de caña y los hombres de sal, dormían con el sonido de los grillos y los niños se arrullaban a través de los cantos de los sapos, era julio y apenas llovía.
Mar y yo disfrutamos de tardes enteras, contándole diversas historias de nuestro paso por Huatulco, los tres en búsqueda de conexiones, recorríamos con la luna encima “el rinconcito Atalaya”, y con la bandita –un grupo de chicos nómadas- aprendíamos a bailá, a tocá, a cantá con voz, pies y dedos flamencos.
Dos días después, el eco de la guitarra de Sebastián, trajo a la posada de manera casi astral, a dos cantaores más, enamorados del flamenco. Sin conocerse y casi en reencuentro, Alan y Mara, del mismo país que Sebastian, nos contaron sus pasiones, su lucha y su viaje. Sabíamos desde los primeros cinco minutos, que no estábamos ahí por alguna casualidad, había algo más que unía nuestros caminos de esta forma, el encuentro o Trobada en catalán, se formaría después como un trío musical que deleitaría a los habitantes de Mazunte, un sábado de un verano perdido, dejando en su memoria la eternidad del flamenco.
Entre risas de anécdotas, cigarrillos y caminatas a la playa, nuestros días de paraíso perdido se fueron consumiendo. Teníamos que partir, seguir para completar el viaje. Así es como sucede, tener que despedirse de un lugar amable, de gente buena, de espíritus pasados, pero es así como se vive cuando se es nómada.
“Trobada” nos cantó en la esquina, mientras veíamos acercarse nuestro transporte, los abrazos de tres locos de amor por la vida, nos inundaron y listas para la partida, comenzamos a subir las maletas a la camioneta colectiva; Sebastián dentro acomodando todo, olvidó despedirse de nosotras, por su tristeza de perdernos; la gran familia, como decíamos ser mientras tomábamos el café de la tarde, se disolvía.
El transporte comenzó a moverse, y Sebastian de un salto en movimiento abandonó la batea, lentamente vimos como se alejaban tres brazos que ondeaban la despedida; conforme la distancia se abría, la imagen se hacía pequeña pero ellos se encontraban más cerca de lo que parecía, el silencio se hizo profundo, nadie supo decir nada.
Nunca más en ese viaje, volví a tener “encuentros” con seres de mi pasado y mi hoy, lo que sucedió después sería un cambio de página radical.
El amor, eso que creía muerto e imposible, era un sentimiento que Lucía intentaba imprimir en todos sus movimientos ante las muestras constantes de un reajuste universal. La tierra, como un ser vivo, que late y tiene ciclos, se detendría para renovarse, cambiaría su rotación, formando un día, una tarde o una noche prolongada, la más larga en la vida de los seres humanos.
El día comenzó con el mismo ritmo de las semanas anteriores, sin embargo, la luz no tuvo la misma intensidad y el mar se encontró más tranquilo que de costumbre. Sigiloso llegó el momento en que la tarde no cayó y las horas se prolongaron con la energía del medio día, el sonido se perdió en el silencio de la última ola.
Al no comprender en primera instancia lo que sucedía, la gente despavorida salió de sus casas a mirar a su alrededor. Sin obtener respuestas, en las habitaciones se escucharon fuertes rezos y las mujeres encabezaron procesiones con sus hijos, perros y gatos en tanto volteaban al cielo en espera de una señal.
El calor del medio día, que se había prolongado ya por más de 12 horas, sofocaba a la gente, nunca habían vivido tantas horas con esa temperatura, que mucha de la vegetación fue muriendo y los animales de los corrales se topaban entre ellos, los débiles y enfermos desfallecieron. Al ver esto, la gente imploró la noche y sus delicias, todos lloraron y se sumieron en un miedo incontrolable, entre familias se perdonaron y abrazándose con la misma melancolía que deja una despedida, se acostaron a dormir. Algunos fueron muriendo con el corazón debilitado y los suicidas volvieron amar la vida.
Lucía, viviendo la fascinación del momento, sabía que estaba a salvo, el amor que había entregado a las personas y las cosas, le reforzaron el corazón que palpitaba a una velocidad irreconocible. Sentada debajo de su enramada, dibujó una sonrisa mágica lejos de los alaridos de la parroquia y del murmullo del televisor que solo repetía la palabra miedo, estaba detenida como el mar, viviendo el gran cambio de una nueva era.
La primera ausencia de luz dio paso al transcurso de la tarde y poco a poco se presentaron las primeras estrellas de la noche, que con su voraz color invitaron al ritmo de las olas a conjuntarse, todo giraba en un nuevo sentido.
El corazón sobresaltado de la mayoría, dejó de bullir lamentos, las explicaciones de los científicos se desbordaron formando entre la gente un gran teléfono descompuesto, se decía del fenómeno natural que había convertido al norte en el sur y el este en oeste, las bocas callaron, los rezos se acabaron, no se dijo más, los abrazos y las despedidas cesaron. Todos se miraron con vergüenza y cerraron sus puertas, apagaron la luz y el silencio reinó la noche.
Lucía nunca más volvió a ver los atardeceres desde su playa, aquella vez sería la última en que vio al sol ocultarse detrás del mar, sin embargo ahora le entrega su sonrisa mágica a los nuevos amaneceres del pacífico.
De niña, una de mis esperas preferidas era ver como en el cielo aparecían los tres reyes magos, y todo lo que conllevaba su aparición, como son los regalos y la imaginación transportada en elefantes, camellos y caballos. Después de un tiempo y pasada la temporada, los tres reyes seguían ahí y tuve que preguntar:
-¿Acaso ellos nunca se marchan, por qué en el cielo siguen ahí?
La respuesta desconcertante llegó y se llevó la magia, dejando una interesante fascinación sobre el universo y su bastedad, sin embargo quedaba el hueco que se siente cuando se sabe perdido algo en una estación de autobuses o en algún camellón de la ciudad, que fue remplazado rápidamente por un mapa de constelaciones y un pequeño telescopio.
Desde ese momento la mirada al cielo por las noches comenzó a ser más frecuente. Orión fue la primera constelación –por su fácil ubicación- que me llevó a tener mayor contacto con la astronomía. Me era posible ver la bóveda celestial y la curvatura de la tierra, era increíble saber que el cielo en realidad siempre era de ese color pero que de día el astro mayor conocido como Sol, lo pintaba de azul. Así fui disfrutando de pequeños descubrimientos y anclándome en ideas que provenían de esta observación, ¿seríamos los únicos en este universo, con esta forma y estos pensamientos en la galaxia? Las respuestas:
-¡cómo crees, solo los vecinos del cuarto piso dicen haberlos visto, pero que se puede esperar de ellos si son miopes y tienen que utilizar lentes!
-¡Si existieran y fueran superiores ya nos habrían dominado!
-Dios solo hizo al hombre, el universo es un accesorio
-Puede ser que existan pero no está comprobado, ya habrían hecho presencia de ser mejores que el ser humano.
Con esto me anularon cualquier otra pregunta y dejé a un lado mi mapa astral, la idea de ser físico y a botar mi telescopio, tomé los patines y me olvidé del universo.
Pasaron los años desprendiéndome de las respuestas obtenidas durante mi crecimiento y me platee las mismas preguntas de mi infancia astronómica; me emocioné, busqué los cielos más obscuros y silenciosos, pero no fue sino hasta estar frente al mar de Mazunte en Oaxaca, sentada en una silla de madera que volví a posar mis ojos en el cielo para comenzar un viaje que aún no para, entonces tomé mi traje y dancé con las estrellas y alcancé las constelaciones que podía tocar con mi memoria. Jugué con los anillos de luz de saturno, el lejano saturno que se posa como destello incandescente en los ojos. ¿Cuánta pedantería había en las respuestas del hombre ante la posibilidad infinita de vida en el universo? Ahora no niego nada y me ha parecido que toda ciencia ficción nos ha puesto en charola de plata lo que es, sólo para negarse o dejarse en el plano ficticio. El pasar de una credulidad divina a otra relacionada con la infinidad del universo me ha convertido en una criatura confundida en todos sus rincones, pero satisfecha de no saberme única –hablando de mi especie- en este espacio.
Ahora cada que quiero viajo por el universo y me desplazo dejándome envolver por cada detalle. Sin embargo, confieso que extraño pedir un deseo cuando veo pasar una estrella fugaz o miro la primera estrella de la tarde, con los mismos ojos que vieron caer a los tres reyes magos.
No te quedes inmóvil al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo
pero si pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvilal borde del camino
y te salvas
entoncesno te quedes conmigo.
Mario Benedetti 1920-2008
Un amor pasaporte, amor pasamontañas, amor llave, amor revolver, amor que le de los mil ojos de Argos, la ubicuidad, el silencio desde donde la música es posible, la raiz desde donde se podría empezar a tejer una lengua...
Julio Cortazar, Rayuela, Argentina.
Salimos de Puebla tarde, sin embargo, teníamos tiempo hasta para equivocarnos y buscar los señalamientos inexistentes. En el camino la conversación se atizaba con el aumento de la flecha del tacómetro donde los temas giraban, subían y bajaban como en una rueda de la fortuna, más la noticia que retumbaba en la cabeza de ambos era el cierre de escuelas en el Distrito Federal a causa de la influenza porcina, la charla continuó y con redobles comenzábamos a festejar la brisa, el sol y la arena.
El sol caía y decididos a perder de vista playa ventura, caímos en la delicia de los atardeceres de Pie de la Cuesta, que sobrevivía a la voracidad comercial acapulqueña, esa playa seguía siendo el sitio que de niña visitaba con mis padres, el lugar donde mi hermano conoció el respeto al mar.
Los días transcurrieron con la calma que habitan los cangrejos, con el silencio que deja el mar abierto, puestas de sol –cada una diferente, con un sol en su majestuosa despedida, perdiéndose entre la bruma y el infinito horizonte marino. Las palmeras jugando a desviar el viento y los insectos entregándose por completo al destello fulminante de los reflectores que vigilan la playa.
Era el momento de empacar, retirarse con un color diferente al citadino, con el corazón cantando. Al entregar las llaves de la habitación el recepcionista pregunta con humor, si procedíamos del D.F, porque las cosas estaban duras allá por la fiebre porcina, bromeando se despide diciéndonos “pero que se le va a hacer, sino seguir disfrutando” reímos juntos y emprendimos la retirada.
Entre más nos acercábamos al puerto de Acapulco, más noticias se rebelaban por los encabezados de los diarios en los puestos de revistas, cifras de muertos, estadios vacíos, la ciudad desolada, que tomaba por sorpresa un sismo aumentando el pánico, sembrando el miedo con la consigna de evitar multitudes y permanecer en casa.
Salía abruptamente de una burbuja de armonía y mis dudas crecían metro a metro acumulándose con los kilómetros, el camino se hacía silencioso, el tacómetro dejó de funcionar. La mudez total se apoderó de nosotros cuando al pasar por la primera caseta de cobro y las subsecuentes, los cajeros, policías, militares y vendedores, portaban cubrebocas y guantes de látex, era imposible no mirarlo, pero ellos nos miraban de reojo, las placas del automóvil pertenecientes al Distrito Federal, nos comenzaban a segregar.
Deducciones, conclusiones, cancelaciones y propuestas cayeron como cascadas y fueron inundando poco a poco el ambiente, la incertidumbre de no saber lo que realmente sucedía, nos obligó a tomar el dinero con trozos de papel higiénico, y sentir la necesidad de lavarnos las manos, la torpeza de esta acción hizo caer en cuenta de la paranoia sembrada tal vez por un grupo, de caer en una trampa.
Al llegar, solo nos sostenían los ánimos de matar las suposiciones. Revisamos en línea, The Independent, La Jornada, Le figaro, entre otros periódicos y en todos se aducía a un problema grave, provocado por la mutación de un virus compuesto de dos cepas porcinas, una de ave y una de humano, el brote detectado en la Gloria, población de Perote Veracruz donde Granjas Carroll con sede en Virginia Estados Unidos, manejaba sus criaderos de puerco, con escasas medidas ambientales. Se hablaba de países contaminados como Nueva Zelanda, Inglaterra, Estados Unidos y muchos más. El virus había sido detectado veinte días antes de la vigilia, de la temporada alta, pero el silencio había propagado lo que se hablaba en términos de pandemia.
Sin saber las consecuencias, mirando escenarios de novelas futuristas y recordando mis antiguas clases de geopolítica ambiental, me siento a escribir esto, con la misma incertidumbre de los que caminamos en las calles con cubrebocas, con la similar idea que habita en la cabeza de todos ante un invisible dañino. Sin embargo, niego a sacudirme la arena de entre los dedos, a botar mis esferas de caracoles, iré directo a guardar las heridas de sombra.
Disipar la quietud como el viento disipa a las nubes. Destapar la olla que se ha reventado por dentro, comenzar, recomenzar,disipar la neblina que a todos abruma.
Sin embargo, este que presento es otro tipo de chuvasco, es el que se sostiene con el hombro izquierdo y que se acaricia cuando se puede.