Yacía muerta en el pavimento, a la orilla de una autopista, desinflada como un globo aerostático al que se le ha acabado el combustible. Antes de su muerte, arguyen sus opresores, fue espantada por un gato, lo que provocó su huida de aquel lugar. Hilda se llamaba, aquel gigante gris que fue arrebatado de su habitad natural para darle diversión a los humanos, que no se cansan de mofarse de la vida, de hacerla minúscula, si no es a su imagen y semejanza. La acción de Hilda de correr por dos autopistas, cruzar una caseta de cobro e impactarse en un autobús de pasajeros fue suplantada por correr en campos inmensos, bañarse de lodo y convivir con otros elefantes en libertad. Sin embargo, a pesar de esto, Hilda no sufrirá más las condiciones pésimas que le eran dadas, aquel gato (yo diría hambre) que la espantó, la libero por segundos y para siempre; después de todo su suerte estaba echada. Yo por eso, hombres, creo en el Samsara, y no esclavizaría a un animal para darle esas condiciones, porque para la otra vida podría ser un perro callejero, que desde su nacimiento sortea a la perrera municipal, que sabe cruzar las calles de grandes avenidas y de vez en cuando encuentra un hogar que cuidar o mejor aún ser una paloma de zócalo y sentirse acorralada por niños sin sentimientos y comer del veneno para exterminarlas, o tal vez un gato con la cola cortada y el cuello amarrado a un alambre.

Sí, aquí estoy como me lo había planteado, con movimientos de izquierda a derecha, intentando la suavidad de la brisa. Con las piernas firmes y el corazón pegado a la tierra, renovandome estoy sin buscar nada al paso y encuentrando solo esto... la vida misma.


Vivir en el vertigo; ser uno a través de la inevitable diversidad del cambio. Pero, ¿Por qué, entonces, nos perturba tanto el fenómeno del "pasaje"? Si viviendo morimos a cada instante, ¿por qué nos afecta tanto enfrentarnos a lo desconocido? Tal vez todo se deba a que nuestro temor a perder es mayor que nuestro deseo de ganar.
Productos sofisticados de una civilización sedentaria vemos en la dinámica aventurera un reisgo y no una opción. Exigimos la totalidad, condenamos laincompletitud, pretendemos la perfección, pero no nos damos cuenta de que ese deseo gratuito de divinidad nos deshumaiza, nos hace vulnerables a la barbarie. ¿Qué nos queda después de creernos merecedores de todo? La caída inevitable.
Todo cambio es un salto en el vacío. Por eso cuando se teme el cambio se trata de llenar ese devorante vacío. ¿Y cómo? llenandolo de objetos (cosas), objetualizándolo (cosificándolo): yo soy yo y mis pertenencias, diría un Gasset más actualizado. Y claro, cuanto más el yo depende de sus pertenecias tanto menos se debe a sí mismo. De ahí la diferencia tan grande entre la comodidad objetualizada de las grandes urbes y el vértigo elemental de los espacios todavía incontaminados. ¿Y cómo no sentir un estremecimiento de vértigo al pasar de la civilizada racionalidad urbana a la barbarie sensual del trópico? ¿y diría yo de la montaña?*
Nunca, en ningún espacio-tiempo, había sentido la torbellínica impredecibilidad de la existencia como en el trópico-montaña*. Lo que en la ciudad es una seudo lucha por alcanzar una comodidad objetualizante (buen trabajo, buena casa, buen auto, buen amor*). En el trópico-montaña* es un enfrentamiento inapelable por la vida misma. Pero no hay paraíso que dure mil años, ni burócrata que no pretenda urbanizarlo. Así, en vez de naturalizar lo urbano, urbanizamos la naturaleza. NO MAS VIDA SIN OBJETOS, SINO MÁS OBJETOS SIN VIDA. *vivamos sin la necesidad de ellos o encontremos en ellos la mínima necesidad.

Da Jandra Leo, Entrecruzamientos III
los asterísticos son míos.

La usencia de respuestas es la respuesta misma a las preguntas.




Ya es hora, me lo dicta la piel,
Donde los entrecruzamientos son posibles y las encrucijadas no existen,
Con sabor a tierra entre los dientes y los pequeños granos desvaneciéndose en mi saliva, camino por un sendero de madreselva pintado de verde espacial, pocos son los caminos que nos conducen a cristales en la tierra, he escuchado a la noche prematura, motora de las sensaciones, dictadora de los impulsos, sinrazón que se muerde en la espera de la entrega, que no tiene prisa en llegar y que salta como conejo de atardecer.

Seguirme la pista

Divaganciones lunáticas

Año mágico