Salimos de Puebla tarde, sin embargo, teníamos tiempo hasta para equivocarnos y buscar los señalamientos inexistentes. En el camino la conversación se atizaba con el aumento de la flecha del tacómetro donde los temas giraban, subían y bajaban como en una rueda de la fortuna, más la noticia que retumbaba en la cabeza de ambos era el cierre de escuelas en el Distrito Federal a causa de la influenza porcina, la charla continuó y con redobles comenzábamos a festejar la brisa, el sol y la arena.

El sol caía y decididos a perder de vista playa ventura, caímos en la delicia de los atardeceres de Pie de la Cuesta, que sobrevivía a la voracidad comercial acapulqueña, esa playa seguía siendo el sitio que de niña visitaba con mis padres, el lugar donde mi hermano conoció el respeto al mar.

Los días transcurrieron con la calma que habitan los cangrejos, con el silencio que deja el mar abierto, puestas de sol –cada una diferente, con un sol en su majestuosa despedida, perdiéndose entre la bruma y el infinito horizonte marino. Las palmeras jugando a desviar el viento y los insectos entregándose por completo al destello fulminante de los reflectores que vigilan la playa.

Era el momento de empacar, retirarse con un color diferente al citadino, con el corazón cantando. Al entregar las llaves de la habitación el recepcionista pregunta con humor, si procedíamos del D.F, porque las cosas estaban duras allá por la fiebre porcina, bromeando se despide diciéndonos “pero que se le va a hacer, sino seguir disfrutando” reímos juntos y emprendimos la retirada.

Entre más nos acercábamos al puerto de Acapulco, más noticias se rebelaban por los encabezados de los diarios en los puestos de revistas, cifras de muertos, estadios vacíos, la ciudad desolada, que tomaba por sorpresa un sismo aumentando el pánico, sembrando el miedo con la consigna de evitar multitudes y permanecer en casa.

Salía abruptamente de una burbuja de armonía y mis dudas crecían metro a metro acumulándose con los kilómetros, el camino se hacía silencioso, el tacómetro dejó de funcionar. La mudez total se apoderó de nosotros cuando al pasar por la primera caseta de cobro y las subsecuentes, los cajeros, policías, militares y vendedores, portaban cubrebocas y guantes de látex, era imposible no mirarlo, pero ellos nos miraban de reojo, las placas del automóvil pertenecientes al Distrito Federal, nos comenzaban a segregar.

Deducciones, conclusiones, cancelaciones y propuestas cayeron como cascadas y fueron inundando poco a poco el ambiente, la incertidumbre de no saber lo que realmente sucedía, nos obligó a tomar el dinero con trozos de papel higiénico, y sentir la necesidad de lavarnos las manos, la torpeza de esta acción hizo caer en cuenta de la paranoia sembrada tal vez por un grupo, de caer en una trampa.

Al llegar, solo nos sostenían los ánimos de matar las suposiciones. Revisamos en línea, The Independent, La Jornada, Le figaro, entre otros periódicos y en todos se aducía a un problema grave, provocado por la mutación de un virus compuesto de dos cepas porcinas, una de ave y una de humano, el brote detectado en la Gloria, población de Perote Veracruz donde Granjas Carroll con sede en Virginia Estados Unidos, manejaba sus criaderos de puerco, con escasas medidas ambientales. Se hablaba de países contaminados como Nueva Zelanda, Inglaterra, Estados Unidos y muchos más. El virus había sido detectado veinte días antes de la vigilia, de la temporada alta, pero el silencio había propagado lo que se hablaba en términos de pandemia.

Sin saber las consecuencias, mirando escenarios de novelas futuristas y recordando mis antiguas clases de geopolítica ambiental, me siento a escribir esto, con la misma incertidumbre de los que caminamos en las calles con cubrebocas, con la similar idea que habita en la cabeza de todos ante un invisible dañino. Sin embargo, niego a sacudirme la arena de entre los dedos, a botar mis esferas de caracoles, iré directo a guardar las heridas de sombra.

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