De niña, una de mis esperas preferidas era ver como en el cielo aparecían los tres reyes magos, y todo lo que conllevaba su aparición, como son los regalos y la imaginación transportada en elefantes, camellos y caballos. Después de un tiempo y pasada la temporada, los tres reyes seguían ahí y tuve que preguntar:
-¿Acaso ellos nunca se marchan, por qué en el cielo siguen ahí?
La respuesta desconcertante llegó y se llevó la magia, dejando una interesante fascinación sobre el universo y su bastedad, sin embargo quedaba el hueco que se siente cuando se sabe perdido algo en una estación de autobuses o en algún camellón de la ciudad, que fue remplazado rápidamente por un mapa de constelaciones y un pequeño telescopio.
Desde ese momento la mirada al cielo por las noches comenzó a ser más frecuente. Orión fue la primera constelación –por su fácil ubicación- que me llevó a tener mayor contacto con la astronomía. Me era posible ver la bóveda celestial y la curvatura de la tierra, era increíble saber que el cielo en realidad siempre era de ese color pero que de día el astro mayor conocido como Sol, lo pintaba de azul. Así fui disfrutando de pequeños descubrimientos y anclándome en ideas que provenían de esta observación, ¿seríamos los únicos en este universo, con esta forma y estos pensamientos en la galaxia? Las respuestas:
-¡cómo crees, solo los vecinos del cuarto piso dicen haberlos visto, pero que se puede esperar de ellos si son miopes y tienen que utilizar lentes!
-¡Si existieran y fueran superiores ya nos habrían dominado!
-Dios solo hizo al hombre, el universo es un accesorio
-Puede ser que existan pero no está comprobado, ya habrían hecho presencia de ser mejores que el ser humano.
Con esto me anularon cualquier otra pregunta y dejé a un lado mi mapa astral, la idea de ser físico y a botar mi telescopio, tomé los patines y me olvidé del universo.

Pasaron los años desprendiéndome de las respuestas obtenidas durante mi crecimiento y me platee las mismas preguntas de mi infancia astronómica; me emocioné, busqué los cielos más obscuros y silenciosos, pero no fue sino hasta estar frente al mar de Mazunte en Oaxaca, sentada en una silla de madera que volví a posar mis ojos en el cielo para comenzar un viaje que aún no para, entonces tomé mi traje y dancé con las estrellas y alcancé las constelaciones que podía tocar con mi memoria. Jugué con los anillos de luz de saturno, el lejano saturno que se posa como destello incandescente en los ojos. ¿Cuánta pedantería había en las respuestas del hombre ante la posibilidad infinita de vida en el universo? Ahora no niego nada y me ha parecido que toda ciencia ficción nos ha puesto en charola de plata lo que es, sólo para negarse o dejarse en el plano ficticio. El pasar de una credulidad divina a otra relacionada con la infinidad del universo me ha convertido en una criatura confundida en todos sus rincones, pero satisfecha de no saberme única –hablando de mi especie- en este espacio.
Ahora cada que quiero viajo por el universo y me desplazo dejándome envolver por cada detalle. Sin embargo, confieso que extraño pedir un deseo cuando veo pasar una estrella fugaz o miro la primera estrella de la tarde, con los mismos ojos que vieron caer a los tres reyes magos.

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