Llegamos muy temprano y no quisimos interrumpir, así que con mochilitas en la espalda caminamos desde la estación de autobuses al muelle de los gatos; aquel muelle que viaje tras viaje visitábamos sólo por ver a los pequeños monstruos rayados que rondan los veleros para comer las carnadas de los pescadores. Mis hermanos y yo corrimos a ver el espectáculo y mi papá quedó pasos atrás, para no interrumpir nuestras exclamaciones cada que un gato con sagacidad atrapaba en el aire una sardina.
Retomamos la caminata a lo largo del muelle, cuando los gatos saciados comenzaron a irse uno por uno. El sonido del mar estrujante al borde de las piedras, pedía que nos acercáramos cada vez más, continuamos caminando hasta encontrar una entrada a la playa, nos descalzamos los tenis que dejamos junto a las mochilas, asegurándonos que estuvieran lo más lejos posible para evitar que una ola pudiera mojarlos. Al primer paso, los pies se enterraron en la arena rociada de noche, cada gránulo se conjugaba con su par para alojarse entre los dedos. José María corrió directamente al agua mojándose los pantalones y Lupe con cautela caminó hasta la orilla intentando no pisar a los cangrejos que se escondían y aparecían entre sus pies hasta que la luz se mezcló en la oscuridad de la noche y el alba despertaba a los crustáceos pequeñísimos azules que cada vez que chocaban con nuestros pies brillaban fosforescentes para alejarse arrastrados por la ola. Intentamos atrapar algunos, entre el júbilo y el desconocimiento, pero eran tan diminutos, tan disimulados, tan fugaces, que se fueron con el primer rayo de luz que pegaba fuerte sobre el mar. El silencio de mi padre se clavó en lo más lejano de sus recuerdos.
Felices de descubrimiento, caminamos de regreso al muelle para emprender el camino a dónde nos esperaban, un gran hotel, clavado en la zona diamante del lugar, con kilómetros de alberca, un clima diferente al de afuera y siempre con olor a flores frescas y detergente. La recepcionista nos atendió con gesto amable y sonrisa poco franca, enseguida llegó mi tía, la que había hecho la invitación a mi padre, para alejarlo del mal tiempo del momento. Ella siempre refinada y de buenos modales, nos dio la bienvenida y nos llevó hasta lo que sería nuestro cuarto de hotel, nos propuso vernos treinta minutos después, que utilizamos para entrar corriendo y elegir el mejor cuarto.
Lo primero que hicimos fue ir a la alberca y sumergirnos debajo de la cascada falsa, jugar a las olimpiadas, hacer de bailarina acuática, nadar dos metros libres, hacerla de buzo y tiburón al mismo tiempo, reír mientras los adultos al fondo sentados en donde el agua era más caliente, platicaban con gran seriedad. Después nos cambiamos de alberca, una frente al mar. Comimos hamburguesas y papas y finalmente caímos rendidos en los camastros. Al parecer en ese lugar estaba todo, pero para nosotros no era suficiente, queríamos llegar a la quebrada y ver volar a los clavadistas, mientras sorbíamos una nieve de tamarindo o quizá jugar en caleta o caletilla, comer una mojarra con arroz en revolcadero y jugar a brincar las olas en lo que esperábamos la puesta de sol. Queríamos vivir la ciudad, como lo habíamos hecho antes, pero esta vez desde lejos vimos como el barco fiesta se alejaba y nosotros volvíamos al palacio, donde todo era, tranquilidad, flores y detergente.
El último día mi papá preparó un desayuno sustancioso de carne y cebollas que a los tíos pareció caerles mal, por lo que se retiraron enseguida, nos quedamos los cuatro y entonces salimos otra vez a la ciudad, la disfrutamos toda, con su desorden, sus olores y su alegría, no compramos nada de recuerdos, porque no había más dinero que para el regreso, pero nos llenamos los ojos y con eso fue suficiente. De regreso al hotel, nos esperaban en la alberca para la despedida y mi papá insistía en ir a la playa desolada, al principio no queríamos ir, pero cuando estuvimos ahí, entendimos por qué. Pudimos correr y tirarnos en la playa, dar tumbos y giros; el sol fue cayendo poco a poco sobre el mar y se sumergió lentamente en el horizonte, el cielo se tiñó de morados, y en el instante sacamos la cámara de fotos a la que le restaban solo tres del rollo de treinta seis, una y de regañadientes fue para mi papa que sostenía todas las cosas en sus brazos, y quien con el reflejo del sol parecía brillar más, una para nosotros con la puesta al fondo y de la cual sólo salieron siluetas y una última para el mar.
Nos despedimos agradecidos, quizá era el cansancio o la tiricia, quizá era algo más. Sin saberlo, estas serían nuestras últimas vacaciones de familia porque ya no se podía decir que juntos. Ahora se que el día en que corrí detrás de las olas fosforescentes, crecí. Era de noche para nuestros ojos pero se levantaba la mañana con todos sus aromas en nuestra casa, donde volví siempre de viaje a contar historias al sol, con una mochilita, así como nos enseñó a viajar.

Llego al final del final, se terminó el sucede que, porque ya no sucede más, y me empiezo a desprender con un dejo de nostalgia de la misma nostalgia que produce olvidar. Confesé ayer en la cama con luz a medias, la que se fuga entre persianas y se entromete en la plática. 4:41, y escucho la música que había elegido para llorar siempre que la rabia se transformaba en inexplicable sabor de soledad. ¿Te vas? ¿Te difuminas? Te vas y te difuminas, con tus promesas de siempre, con el agua breve y lenta de tus días, con tu estampa duplicada, con tu nueva marca de la espalda. Y entonces con esa imagen de partida elaborada, de despedida acabada, se asoma la tarde que ha dejado de estar húmeda, viene una calavera bailando el olvido que es la mejor forma de curar.

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