Todo comenzó caminando sobre la 43 poniente esquina 11 Sur, en la noche temprana de uno de los inviernos más fríos en la memoria de mi piel de fugitivos 28 años. Tenía que caminar aproximadamente diez calles para llegar a mi estudio de danza; eran calles con la magia de parecer una sola, con un ritmo de semáforos en verdes perfectamente sincronizados, esquinas adornadas con ambulantes de flores con aroma de rosa fresca y siempre viva, las banquetas se extienden con una pendiente natural que hace que el paso sea ligero y un tanto apresurado, tal vez por su orientación hacia los volcanes, hay constantes ráfagas de aire que hacen remolinillos en las banquetas, levantando consigo la escasa basura que hay, desplegando un telón de color sepia a su alrededor. Se puede decir que es una calle alegre y muy pacífica, lo único que le faltaría para hacerla perfecta, serían unos carriles exclusivos de bicicletas, para ir saludando a la gente que prefiere caminar.

Ese era mi trayecto, donde cosas interesantes y de muy poca explicación, me sucedieron. Primero fue una niña, de aproximadamente ocho años, vestida sencillamente y con una sonrisa muy bonita, morena rosada, comenzó a caminar junto a mí en el semáforo de la 9 sur, primero me observó y lo que más le llamó la atención fue el libro que llevaba bajo el brazo, in a cold blood de Truman Capote, despertando del todo su curiosidad, para abordarme con una pregunta simple: ¿sabes hablar ingles? A lo que respondí que más o menos, que lo intentaba pero que no me iba tan mal, con mi respuesta, habíamos roto el hielo, me habló de su deseo de aprender, de leer realmente pocos libros pero si muchas revistas, para regresar al punto del idioma, le preocupaba un tanto no poder aprenderlo, asi que le ofrecí mi ayuda como tutora y guiarla en lo poco que sabía, pero no quiso, supuso que nos volveríamos a ver y que no tenía como comunicarse, pero que lo agradecía. En ese momento, saqué un pequeño perfume de muestra que llevo siempre en mi maleta de danza, y se lo regalé, quería que de alguna forma se animara para seguir tan inquieta e inteligente desperdigando su felicidad convertida en luz rosa. Su rostro tuvo un gesto como de pregunta pero no pronunció palabra, le dije que se lo regalaba para que lo usara cuando quisiera. Lo vio detenidamente durante unos segundos y con la risa pegada al cielo, se despidió. Lo que restó del trayecto fue muy poco para salir de la calle feliz, quizá una cuadra para entrar al caos que genera la intersección de dos grandes boulevares, sin embargo, mi felicidad había aumentado imprevisiblemente, me sentía recargada y plena, en paz con todo lo que me rodeaba en ese momento.

Pasó el tiempo y seguí haciendo el mismo recorrido, a la misma hora y durante estaciones diferentes, hasta que llegó otro invierno. Estaba por cruzar la calle, donde se levanta el edificio gris nuevo pero abandonado, cuando al extremo contrario visualicé a un hombre de aproximadamente 75 años, supuse que me preguntaría, quizá alguna dirección, puesto que tenía el aspecto como de estar esperando a alguien. Cuando crucé por completo, el anciano que me miraba desde la otra acera, juntó sus talones chocándolos al tiempo que erguía su cuerpo y llevaba la mano derecha a un costado de su ceja, acto seguido dibujé una sonrisa ante tan extraño saludo, hubiera continuado mi camino de no ser por su voz suave y casi invisible que me detuvo al presentarse como el gallo giro, le contesté con una sonrisa y pronuncié mi nombre, Elizabeth. Estrechamos las manos con cierto reconocimiento ancestral, y su piel cálida y suave contrastó con la fuerza de mi mano fría. El gallo giro me cantaría una estrofa de alguna canción que no recuerdo por la inentendible voz que hay detrás de 75 años. Cuando terminó, solo pude despedirme y retomar el camino a paso apresurado, el se quedaría parado en esa esquina viendo mi retirada, y con la fuerza que sobra en los pulmones, me gritó: Nunca te olvidaré, enseguida escuchó que yo lo recordaría siempre. Sonriente me fui sin mirar atrás. De pronto el corazón me palpitó de manera extraña y el calor que había recibido al estrechar las manos se había alojado en la palma de mi mano, quizá en alguna otra vida… y hasta ahora pude escuchar lo que en tiempos antiguos no pudimos pronunciar. Aún siento su calor y en mi corazón hay un pequeño dolor por haberme ido sin averiguar más, Ojalá algún día yo pueda decirle que desde ese momento lo extrañaría a paso doble y sin retumbo.

Esto sucede en los días con sorpresa disfrazados de smog, que se descubren solo cuando estamos decididos a vivir mirando los detalles que nos rodean y eso hice después de caminar.

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