Sebastián, tendía su ropa acabada de lavar, al tiempo que nos decía vecinas, era el chico de la sonrisa amable, creyente del universo y la numerología, el que adornaba – lo que decía era su casa- de atrapa sueños sin vender, de ropa sin promocionar y de notas tocadas en forma de rumbas y alegrías en guitarra flamenca. Se acercó, sacó su silla al pórtico y encendió un cigarrillo que nos ofreció, para disfrutar de la tarde, viendo correr a los niños de la posada, disfrutando de las aves y su paso, encontrando figuras perdidas en el tronco de una palmera.

Mar y yo disfrutamos de tardes enteras, contándole diversas historias de nuestro paso por Huatulco, los tres en búsqueda de conexiones, recorríamos con la luna encima “el rinconcito Atalaya”, y con la bandita –un grupo de chicos nómadas- aprendíamos a bailá, a tocá, a cantá con voz, pies y dedos flamencos.

Dos días después, el eco de la guitarra de Sebastián, trajo a la posada de manera casi astral, a dos cantaores más, enamorados del flamenco. Sin conocerse y casi en reencuentro, Alan y Mara, del mismo país que Sebastian, nos contaron sus pasiones, su lucha y su viaje. Sabíamos desde los primeros cinco minutos, que no estábamos ahí por alguna casualidad, había algo más que unía nuestros caminos de esta forma, el encuentro o Trobada en catalán, se formaría después como un trío musical que deleitaría a los habitantes de Mazunte, un sábado de un verano perdido, dejando en su memoria la eternidad del flamenco.

Entre risas de anécdotas, cigarrillos y caminatas a la playa, nuestros días de paraíso perdido se fueron consumiendo. Teníamos que partir, seguir para completar el viaje. Así es como sucede, tener que despedirse de un lugar amable, de gente buena, de espíritus pasados, pero es así como se vive cuando se es nómada.

“Trobada” nos cantó en la esquina, mientras veíamos acercarse nuestro transporte, los abrazos de tres locos de amor por la vida, nos inundaron y listas para la partida, comenzamos a subir las maletas a la camioneta colectiva; Sebastián dentro acomodando todo, olvidó despedirse de nosotras, por su tristeza de perdernos; la gran familia, como decíamos ser mientras tomábamos el café de la tarde, se disolvía.

El transporte comenzó a moverse, y Sebastian de un salto en movimiento abandonó la batea, lentamente vimos como se alejaban tres brazos que ondeaban la despedida; conforme la distancia se abría, la imagen se hacía pequeña pero ellos se encontraban más cerca de lo que parecía, el silencio se hizo profundo, nadie supo decir nada.
Nunca más en ese viaje, volví a tener “encuentros” con seres de mi pasado y mi hoy, lo que sucedió después sería un cambio de página radical.

Seguirme la pista

Divaganciones lunáticas

Año mágico