Yacía muerta en el pavimento, a la orilla de una autopista, desinflada como un globo aerostático al que se le ha acabado el combustible. Antes de su muerte, arguyen sus opresores, fue espantada por un gato, lo que provocó su huida de aquel lugar. Hilda se llamaba, aquel gigante gris que fue arrebatado de su habitad natural para darle diversión a los humanos, que no se cansan de mofarse de la vida, de hacerla minúscula, si no es a su imagen y semejanza. La acción de Hilda de correr por dos autopistas, cruzar una caseta de cobro e impactarse en un autobús de pasajeros fue suplantada por correr en campos inmensos, bañarse de lodo y convivir con otros elefantes en libertad. Sin embargo, a pesar de esto, Hilda no sufrirá más las condiciones pésimas que le eran dadas, aquel gato (yo diría hambre) que la espantó, la libero por segundos y para siempre; después de todo su suerte estaba echada. Yo por eso, hombres, creo en el Samsara, y no esclavizaría a un animal para darle esas condiciones, porque para la otra vida podría ser un perro callejero, que desde su nacimiento sortea a la perrera municipal, que sabe cruzar las calles de grandes avenidas y de vez en cuando encuentra un hogar que cuidar o mejor aún ser una paloma de zócalo y sentirse acorralada por niños sin sentimientos y comer del veneno para exterminarlas, o tal vez un gato con la cola cortada y el cuello amarrado a un alambre.

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