Sentada en aquella banca verde y fría (después de ese septiembre catárquico) me di cuenta que los árboles habían cambiado de color y que con el viento desprendían lentamente el otoño, se me fue un mes con los ojos velados y puestos en una canción, lei awapuhi. Los movimientos al principio parecían toscos y fuera de ritmo, con los días se iban transformando y poco a poco parecían flores en plena apertura, el cuerpo se fue haciendo tibio y de pronto respondía solo a pequeños cantos de ausencia. En esa catarsis empaqué dos veces, una para encontrar el mar fragmentado y la otra para llenar de flores frescas un escenario, en ambos viajes el camino fue largo y pesado, nunca hubiera pensado que una nómada se quejara del dolor que deja viajar 20 horas constantes, ni el cansancio, ni el sueño y la poca hambre con la que el cuerpo tiene que soportar el desplazamiento. Pero nada de esto importa, cuando sentada veo caer las hojas de un nuevo otoño para descansar un poco y emprender un nuevo viaje, porque la vita e un viaggio y ya no necesito más equipaje que llevar, es entonces cuando el otoño me sabe a caida sin fondo y fondo para la forma, es el otoño como siempre donde el sol cambia de color por las tardes y las tardes cambian de cielo. Otoño siempre te espero y llevo 27 disfrutando, por ahí jugando a la rayuela para encontrar de vez en cuando un cronopio despistado o pigmeos sin sombras y sin recuerdos y sin embargo, no sabía cuan piadoso puede ser el corazón para poder mirar otros horizontes plagados de nuevas estimulaciones, seguir admirando los mismos espacios cargados de novedad para tomar cuenta de los días que nos son el futuro sino el presente a pesar de que el fantasma de la despedida ronda todos los días, por eso sigo sentada en esta banca sola y fría, porque el cansancio del amor con gotero sobra y la oleada de besos no espera.

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